Crónica. Teatro del Mercado.
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Teatro del Mercado
Zaragoza
27 de Abril de 2014
Te preguntas cuántas personas
acudirán a ver una obra de teatro en una tarde soleada de domingo. Pues hay al
menos cincuenta butacas ocupadas. Y tú eres la persona más joven, con
diferencia, y con excepción de un niño de unos seis años que nadie sabe qué
hace ahí. No está nada mal si tenemos en cuenta que ir al teatro es un vicio
caro.
Lo cierto es que el Teatro
del Mercado está reluciente. Butacas, paredes, telón y escenario son de un
mismo verde apagado que nada desmerece. Es un verde poco actual que le otorga a
toda la sala una escena tenue y humeante.
La función de hoy se llama
“La leyenda del Santo Bebedor” escrita por el novelista judío Joseph Roth e interpretada por Alfonso
Desentre, que además de actor de televisión, teatro y doblaje, es el fundador
del Teatro de la Estación en Zaragoza.
En forma de fábula, un
vagabundo narra y escenifica las desventuras de un borracho en París al que
misteriosamente un hombre deja una importante suma de dinero que deberá
restituir, cuando pueda, bajo la estatua de Santa Teresa de Lisieux. El relato será un ir y venir de
sucesos que le alejarán del compromiso de saldar su deuda y le acercarán una
previsible muerte.
Al comenzar la obra, el telón ya está abierto.
Sobre la escena, una telas andrajosas en el suelo, un atril, un recipiente con agua y varias
botellas de alcohol. Por el lado izquierdo, comienza a sonar un acordeón y
aparece el protagonista. Le acompaña un músico callejero con bombín que será el
encargado de poner melodía a su irrisorio destino. El vagabundo avanza con
torpeza hacia el escenario. Lleva sombrero negro y viste un abrigo largo que
conserva algunas partes con purpurina. Parece el abrigo de un viejo cantante de
orquesta o de un director de circo. Debajo, una camiseta agujereada; el pelo
sucio, y pies descalzos. Pese a todo, su atuendo desaliñado consigue conservar el
recuerdo de una edad dorada echada a perder por culpa del alcohol.
El actor conjuga con habilidad
el papel de narrador y de alcohólico, y nos relata los innumerables
despropósitos sufridos por el protagonista que, tras muchas aventuras, llega
con los doscientos francos que debe a su destino. Por el camino, un idilio con
una vieja novia le hace gastar todo el dinero, ayuda a un amigo a pagar otra
deuda, trabaja como transportista para
un señor de París y sobre todo, cae una
y otra vez en compañía de la mujer de su vida, la absenta. El protagonista demuestra ser profundamente
humano en sus acciones y honesto con sus obligaciones. Ante todo, quiere saldar
su deuda.
La honorabilidad que trata de
preservar y su indumentaria recuerdan a un inmortal Charlotte que vive entre la
descarnada realidad y la fantasía del azar. En ocasiones, hace pequeños trucos
de magia como convertir un pañuelo de colores en negro y así reflejar el paso
de la alegría a la tristeza. También con maestría juega con su sombrero, que
será una tarta de cumpleaños improvisada o un espejo en el que observar su deteriorado rostro.
Con humiles elementos y una
escenografía modesta nos han traslado al universo de un borracho. Porque un
borracho no tiene mucho más. Cada vez que se acerca a un pequeño recipiente de
agua, que le sirve para asearse, nos transporta a un rincón a las orillas del
Sena. Cada vez que bebe una absenta, se arroja a sí mismo purpurina como
símbolo de los efectos de la embriaguez.
Todo el público parece estar
absorbido por su mundo aunque resulta fácil distraerse con uno de los
asistentes, que no para de echar fotos. Nos compadeceremos, quizás sea periodista
y sólo trata de hacer su trabajo. El relato es algo plano. Quizás carente de
algunos picos de tensión. Que se lo digan al niño, que inoportunamente ha
tenido que soltar la temida pregunta en voz alta: Papá, ¿cuándo acaba?
Suponemos que lo que se
pretende es evidenciar el ritmo de vida de un protagonista que duerme en la
calle. Para el que el tiempo no es mucho problema. La pericia del actor en su
interpretación ha suplido la linealidad del argumento y también va a tener
mucho que ver un majestuoso final. Ahí va. El protagonista consigue recaudar el
dinero que necesita para llegar a tiempo a los pies de la estatua. Pero aparece
tan ebrio y enfermo que muere sin poder depositarlo. Su llegada al cielo será
una divertida secuencia con protagonistas inesperados. El escenario, que es en
realidad una puerta con apertura a la calle, se abre y el protagonista avanza
con una de las harapientas telas del suelo como capa para crearse un nuevo público
atónito de lo que ocurre. Son los niños que están jugando con un balón en la
plaza Santo Domingo. Se acercan temerosos al actor, le rodean, le observan y
cuando comprenden lo que está ocurriendo, empiezan a aplaudirle.
El público real, a los que
nos han dejado dentro del teatro, estamos entusiasmados con el cierre y
aplaudimos un buen rato. Después, la sala se desaloja rápido. Hay que intentar
oír alguna crítica aunque lo único que llega son los quejidos de un grupo de
personas mayores que confiesa “no hemos oído nada, maldita vejez”. Hay pues que preguntar y habrá que hacerlo a
quien parezca saber. La mayoría coincide en que ha sido espléndida. Sí, lo ha
sido.
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